14 de septiembre de 2009

Despojo, desplazamiento y democracia

Por: Rodrigo Uprimny

El desplazamiento y el despojo masivos no sólo representan una terrible tragedia humanitaria. Son además fenómenos que han acentuado uno de los rasgos más antidemocráticos de la sociedad colombiana: la extrema iniquidad de la propiedad agraria.

El despojo de tierras ha llegado a las 5 millones y medio de hectáreas, que equivalen al 11% de la superficie agropecuaria, según lo mostró la Comisión de Seguimiento a la sentencia T-025 sobre el desplazado, en su Informe N° XI a la Corte Constitucional, con base en una encuesta liderada por los profesores Garay y Barberi. Hoy al menos una de cada diez hectáreas productivas es resultado del robo. Y uno de cada diez colombianos ha sido víctima del desplazamiento pues, según Codhes, el número total de desplazados es de aproximadamente 4 millones y medio de personas.

Este despojo masivo ha agravado la iniquidad de la estructura agraria. Antes del desplazamiento de las últimas décadas, Colombia ya tenía una concentración extrema de la propiedad agraria. En 1984, los grandes propietarios, que eran sólo el 0,5% del total, tenían el 33% de la tierra, mientras que los pequeños propietarios, que eran el 85% de todos los propietarios, ocupaban el 15% de la superficie agropecuaria. En 2003, después del desplazamiento y el despojo ocurridos hasta ese momento, la concentración aumentó significativamente. En ese año, los grandes propietarios tenían ya el 63% de la tierra mientras que los pequeños propietarios habían visto reducida su participación al 9%.

Las cifras deben ser hoy más dramáticas pues el despojo y el desplazamiento han continuado. En 2008, por ejemplo, aproximadamente 380.000 personas fueron desplazadas.

La actual desigualdad agraria es entonces doblemente injusta. Era ya muy inequitativa en los años ochenta pues muy pocos propietarios monopolizaban el campo, mientras que millones de campesinos, indígenas y afrodescendientes vivían en la pobreza por carecer de tierras adecuadas para producir decentemente. Y es injusto que en estas dos décadas, millones de esos campesinos, indígenas y afrodescendientes hayan sido despojados de la poca tierra que tenían y que su situación de pobreza se haya agravado por el desplazamiento.

La restitución de las tierras despojadas es entonces no sólo un asunto de justicia correctiva con los desplazados, que tienen derecho a que les sea devuelto todo lo que les robaron. Debería ser vista también como una oportunidad en términos de justicia distributiva, pues podría reducir la terrible desigualdad rural y volver a poner en la agenda la necesidad de una reforma agraria profunda.

La democratización de la propiedad agraria sería además un excelente negocio en términos de eficiencia económica pues distintos estudios, como los del profesor Albert Berry de la Universidad de Toronto, han mostrado que la pequeña propiedad tiende a ser más productiva que la gran propiedad, no sólo por hectárea explotada sino incluso si se toman en consideración todos los factores productivos. Una buena reforma agraria incrementaría entonces la producción agrícola y reduciría además la pobreza rural, que es mucho más intensa que la pobreza urbana.

Los argumentos éticos, jurídicos y económicos a favor de la restitución de las tierras despojadas y de la reforma agraria parecen entonces contundentes. Y eso que no hemos hablado de su obvio impacto positivo en la reducción de la violencia rural. ¿No debería entonces ser un propósito nacional la restitución de la tierra a los desplazados, como un primer paso para una reforma agraria democrática? Pero me temo que muchos sectores poderosos prefieren modelos rurales a favor de la gran propiedad o incluso busquen la legalización de la contrarreforma agraria que hemos vivido.

* Director del Centro de Estudios DeJuSticia (www.dejusticia .org) y profesor de la Universidad Nacional.

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