Por Juan Fernando Correa
Secretaría de Educación
Junta Nacional Sintravidricol
Somos de las primeras generaciones de padres decididos a no repetir con los hijos los mismos errores que pudieron haber cometido nuestros progenitores, y en el esfuerzo de abolir los abusos del pasado, ahora somos los más dedicados y comprensivos, pero a la vez los más débiles e inseguros que ha dado la historia.
Lo grave es que estamos lidiando con unos niños mas “igualados”, beligerantes y poderosos que nunca existieron. Parece que en nuestro intento por ser los padres que quisimos tener, pasamos de un extremo al otro.
Así que, somos los últimos hijos regañados por los padres y los primeros padres regañados por nuestros hijos.
Los últimos que le tuvimos miedo a nuestros padres y los primeros que les tememos a nuestros hijos.
Los últimos hijos que crecimos bajo el mando de nuestros padres y los primeros padres que vivimos bajo el yugo de los hijos.
Lo que es peor, los últimos que respetamos a nuestros padres, y los primeros en aceptar que nuestros hijos no nos respeten.
En la medida en que el permisivismo reemplazó al autoritarismo, los términos de las relaciones familiares han cambiado en forma radical, para bien y para mal.
En efecto, antes se consideraban buenos padres a aquellos cuyos hijos se portaban bien, obedecían sus órdenes y los trataban con el debido respeto, y a su vez se concebían buenos hijos a los niños que eran formales y veneraban a sus padres.
Pero en la medida en que las fronteras jerárquicas entre nosotros y nuestros hijos se han ido desvaneciendo, hoy los buenos padres son aquellos que logran que sus hijos los amen, aunque poco los respeten.
Y son los hijos los que ahora esperan el respeto de sus padres, entendiendo por tal que se les respete sus ideas, sus gustos, sus apetencias, sus formas de actuar y de vivir, y que además les patrocinen todo lo que ellos necesitan para tal fin.
Como quien dice, los roles se invirtieron, y ahora son los papás los que tienen que complacer a sus hijos para ganárselos y no a la inversa, como en el pasado.
Esto explica el esfuerzo que hoy hacen tantos papás y mamás por ser los mejores amigos de sus hijos y parecerles muy “cool” ante sus ojos.
Se ha dicho que los extremos se tocan, y si el autoritarismo del pasado llenó de temor a los hijos hacia sus padres, la debilidad del presente los llena de miedo y menosprecio al vernos tan débiles y perdidos como ellos.
Los hijos necesitan percibir que durante la niñez estamos a las cabezas de sus vidas como líderes capaces de sujetarlos cuando no se pueden contener por si mismos, y de guiarlos cuando no saben para donde van.
“Si bien el autoritarismo aplasta, el permisivismo ahoga”
Solo una actitud firme y respetuosa les permitirá confiar en nuestra idoneidad para gobernar sus vidas mientras sean menores, por que vamos adelante liderándolos y no atrás cargándolos y rendidos a su voluntad.
Es así como evitaremos que las nuevas generaciones se ahoguen en el descontrol y el hastío en el que se está hundiendo la sociedad que parece ir a la deriva, sin parámetros, sin destino y sin timón.
Secretaría de Educación
Junta Nacional Sintravidricol
Somos de las primeras generaciones de padres decididos a no repetir con los hijos los mismos errores que pudieron haber cometido nuestros progenitores, y en el esfuerzo de abolir los abusos del pasado, ahora somos los más dedicados y comprensivos, pero a la vez los más débiles e inseguros que ha dado la historia.
Lo grave es que estamos lidiando con unos niños mas “igualados”, beligerantes y poderosos que nunca existieron. Parece que en nuestro intento por ser los padres que quisimos tener, pasamos de un extremo al otro.
Así que, somos los últimos hijos regañados por los padres y los primeros padres regañados por nuestros hijos.
Los últimos que le tuvimos miedo a nuestros padres y los primeros que les tememos a nuestros hijos.
Los últimos hijos que crecimos bajo el mando de nuestros padres y los primeros padres que vivimos bajo el yugo de los hijos.
Lo que es peor, los últimos que respetamos a nuestros padres, y los primeros en aceptar que nuestros hijos no nos respeten.
En la medida en que el permisivismo reemplazó al autoritarismo, los términos de las relaciones familiares han cambiado en forma radical, para bien y para mal.
En efecto, antes se consideraban buenos padres a aquellos cuyos hijos se portaban bien, obedecían sus órdenes y los trataban con el debido respeto, y a su vez se concebían buenos hijos a los niños que eran formales y veneraban a sus padres.
Pero en la medida en que las fronteras jerárquicas entre nosotros y nuestros hijos se han ido desvaneciendo, hoy los buenos padres son aquellos que logran que sus hijos los amen, aunque poco los respeten.
Y son los hijos los que ahora esperan el respeto de sus padres, entendiendo por tal que se les respete sus ideas, sus gustos, sus apetencias, sus formas de actuar y de vivir, y que además les patrocinen todo lo que ellos necesitan para tal fin.
Como quien dice, los roles se invirtieron, y ahora son los papás los que tienen que complacer a sus hijos para ganárselos y no a la inversa, como en el pasado.
Esto explica el esfuerzo que hoy hacen tantos papás y mamás por ser los mejores amigos de sus hijos y parecerles muy “cool” ante sus ojos.
Se ha dicho que los extremos se tocan, y si el autoritarismo del pasado llenó de temor a los hijos hacia sus padres, la debilidad del presente los llena de miedo y menosprecio al vernos tan débiles y perdidos como ellos.
Los hijos necesitan percibir que durante la niñez estamos a las cabezas de sus vidas como líderes capaces de sujetarlos cuando no se pueden contener por si mismos, y de guiarlos cuando no saben para donde van.
“Si bien el autoritarismo aplasta, el permisivismo ahoga”
Solo una actitud firme y respetuosa les permitirá confiar en nuestra idoneidad para gobernar sus vidas mientras sean menores, por que vamos adelante liderándolos y no atrás cargándolos y rendidos a su voluntad.
Es así como evitaremos que las nuevas generaciones se ahoguen en el descontrol y el hastío en el que se está hundiendo la sociedad que parece ir a la deriva, sin parámetros, sin destino y sin timón.
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