Si a estas alturas de la película, después de todo lo transcurrido en el planeta en tiempos recientes, quedara todavía alguna duda sobre el desbarajuste social y político causado por los fundamentalistas del mercado, la experiencia de Chile la despejaría por completo.
Fue el primer país en abrazar dicho modelo y en convertirlo en realidad hacia finales de los setentas. Con el golpe militar, Pinochet logró restablecer el “orden” en casa pero como no contaba con un proyecto económico alternativo al que había derrotado, los Chicago boys le resolvieron el problema.
Eran jóvenes chilenos que habían estudiado en prestigiosas universidades de Estados Unidos. Después del golpe militar, regresaron a su país, obnubilados por las supuestas bondades del modelo y dispuestos a transformarlo todo: la economía, los negocios, la cultura, la sociedad, la forma de hacer política. Su trabajo fue aplicar fórmulas universales y acabar de desprestigiar a los políticos y de desmovilizar a la sociedad.
Sometieron todo al escrutinio frío del mercado, la eficiencia y la productividad. Desde entonces, Chile se convirtió en el paraíso de los inversionistas privados, y en un país exportador de materias primas y productos primarios. Todo se privatizó, desde la infraestructura hasta la seguridad social y la educación pública. Y a semejante proceso lo llamaron el milagro chileno.
Desde entonces, la experiencia chilena fue promocionada por toda América Latina como el modelo exitoso que había que seguir. Con el final de la dictadura, los gobiernos de la Concertación, que también se creyeron el cuento del milagro, se centraron en restaurar el sistema político y la democracia, pero invocaron el consenso en cuanto a la preservación del rumbo económico. Es cierto que en estos gobiernos, particularmente en el de Michelle Bachelet, se obtuvieron algunos logros importantes en cuanto a la reducción de la pobreza, pero el modelo era el modelo y se siguió aplicando a fondo.
Y aquí está precisamente la paradoja de las economías guiadas por los preceptos neoliberales. Chile ha mantenido durante varios años un alto crecimiento económico. Su ingreso per cápita es de unos 15 mil dólares, tres veces por encima del de Colombia, que tiene una población casi tres veces mayor que la del país austral. Fue el primer país de Suramérica en ingresar al exclusivo club de la OECD, que agrupa a los países más ricos del mundo. Tiene el índice de Desarrollo Humano más alto de América Latina. Pero al mismo tiempo tiene una distribución del ingreso que está entre las peores de la región, que es a su vez la más desigual del mundo entero.
El conservador Sebastián Piñera, quien llegó a la presidencia el 10 de marzo del año pasado, prometió un gobierno de “solo técnicos”, para diferenciarse de los políticos de la Concertación. No solo es heredero de los muchachos de Pinochet, sino también uno de sus más fervientes seguidores, en una sociedad que todavía está muy polarizada en torno a la figura del dictador. Conformó un gabinete de tecnócratas y grandes empresarios, como él mismo, varios de los cuales han tenido conflictos de interés en distintos asuntos. Y le dio un papel protagónico a Unión Demócrata Independiente, UDI, el partido del dictador.
Un año después de su posesión, estalló la crisis en el sector educativo. Durante los tres últimos meses los estudiantes de secundaria y universidad se han movilizado de manera infatigable para exigir que la educación deje de ser un negocio privado y demandar mejor calidad. Insisten en derogar la reforma educativa que hizo Pinochet, mediante la cual la inversión del Estado en el sector se redujo al mínimo, al tiempo que se municipalizó la educación y se implantó el sistema de concesiones, que ha representado enormes ganancias para los inversionistas privados. Por efectos de esa reforma, el costo de la matrícula universitaria en Chile está entre los cinco más altos del mundo.
Esta lucha, que ha movilizado hasta ahora a más de un millón de estudiantes de 20 universidades y de más de 500 liceos de secundaria, ha servido de detonante también para activar la protesta social. La semana pasada hubo una huelga general de dos días, convocada por la CUT. Ha habido una fuerte oposición a dos controvertidas obras que quiere impulsar el gobierno, el megaproyecto hidroeléctrico de HidroAysén y un proyecto carbonífero en la isla de Riesco, ambos en el extremo sur del país.
Recientemente hubo también una huelga general en Codelco, la empresa de cobre más grande del mundo, para impedir su privatización por cuenta del gobierno.
Es el renacer de la movilización y la protesta social en un país que las vivió durante buena parte del siglo XX, pero que por efecto de la dictadura y del modelo se sumió en un letargo de varias décadas. Pero el miedo ha sido derrotado por fin. He ahí la importancia histórica de estos jóvenes.
*Profesora titular de la Universidad Javeriana y directora de la Maestría en Política Social cahumada@javeriana.edu.co
Fue el primer país en abrazar dicho modelo y en convertirlo en realidad hacia finales de los setentas. Con el golpe militar, Pinochet logró restablecer el “orden” en casa pero como no contaba con un proyecto económico alternativo al que había derrotado, los Chicago boys le resolvieron el problema.
Eran jóvenes chilenos que habían estudiado en prestigiosas universidades de Estados Unidos. Después del golpe militar, regresaron a su país, obnubilados por las supuestas bondades del modelo y dispuestos a transformarlo todo: la economía, los negocios, la cultura, la sociedad, la forma de hacer política. Su trabajo fue aplicar fórmulas universales y acabar de desprestigiar a los políticos y de desmovilizar a la sociedad.
Sometieron todo al escrutinio frío del mercado, la eficiencia y la productividad. Desde entonces, Chile se convirtió en el paraíso de los inversionistas privados, y en un país exportador de materias primas y productos primarios. Todo se privatizó, desde la infraestructura hasta la seguridad social y la educación pública. Y a semejante proceso lo llamaron el milagro chileno.
Desde entonces, la experiencia chilena fue promocionada por toda América Latina como el modelo exitoso que había que seguir. Con el final de la dictadura, los gobiernos de la Concertación, que también se creyeron el cuento del milagro, se centraron en restaurar el sistema político y la democracia, pero invocaron el consenso en cuanto a la preservación del rumbo económico. Es cierto que en estos gobiernos, particularmente en el de Michelle Bachelet, se obtuvieron algunos logros importantes en cuanto a la reducción de la pobreza, pero el modelo era el modelo y se siguió aplicando a fondo.
Y aquí está precisamente la paradoja de las economías guiadas por los preceptos neoliberales. Chile ha mantenido durante varios años un alto crecimiento económico. Su ingreso per cápita es de unos 15 mil dólares, tres veces por encima del de Colombia, que tiene una población casi tres veces mayor que la del país austral. Fue el primer país de Suramérica en ingresar al exclusivo club de la OECD, que agrupa a los países más ricos del mundo. Tiene el índice de Desarrollo Humano más alto de América Latina. Pero al mismo tiempo tiene una distribución del ingreso que está entre las peores de la región, que es a su vez la más desigual del mundo entero.
El conservador Sebastián Piñera, quien llegó a la presidencia el 10 de marzo del año pasado, prometió un gobierno de “solo técnicos”, para diferenciarse de los políticos de la Concertación. No solo es heredero de los muchachos de Pinochet, sino también uno de sus más fervientes seguidores, en una sociedad que todavía está muy polarizada en torno a la figura del dictador. Conformó un gabinete de tecnócratas y grandes empresarios, como él mismo, varios de los cuales han tenido conflictos de interés en distintos asuntos. Y le dio un papel protagónico a Unión Demócrata Independiente, UDI, el partido del dictador.
Un año después de su posesión, estalló la crisis en el sector educativo. Durante los tres últimos meses los estudiantes de secundaria y universidad se han movilizado de manera infatigable para exigir que la educación deje de ser un negocio privado y demandar mejor calidad. Insisten en derogar la reforma educativa que hizo Pinochet, mediante la cual la inversión del Estado en el sector se redujo al mínimo, al tiempo que se municipalizó la educación y se implantó el sistema de concesiones, que ha representado enormes ganancias para los inversionistas privados. Por efectos de esa reforma, el costo de la matrícula universitaria en Chile está entre los cinco más altos del mundo.
Esta lucha, que ha movilizado hasta ahora a más de un millón de estudiantes de 20 universidades y de más de 500 liceos de secundaria, ha servido de detonante también para activar la protesta social. La semana pasada hubo una huelga general de dos días, convocada por la CUT. Ha habido una fuerte oposición a dos controvertidas obras que quiere impulsar el gobierno, el megaproyecto hidroeléctrico de HidroAysén y un proyecto carbonífero en la isla de Riesco, ambos en el extremo sur del país.
Recientemente hubo también una huelga general en Codelco, la empresa de cobre más grande del mundo, para impedir su privatización por cuenta del gobierno.
Es el renacer de la movilización y la protesta social en un país que las vivió durante buena parte del siglo XX, pero que por efecto de la dictadura y del modelo se sumió en un letargo de varias décadas. Pero el miedo ha sido derrotado por fin. He ahí la importancia histórica de estos jóvenes.
*Profesora titular de la Universidad Javeriana y directora de la Maestría en Política Social cahumada@javeriana.edu.co
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