Tres encapuchados armados irrumpieron violentamente en las oficinas del Instituto de Estudios Políticos y obligaron a tenderse boca abajo a la empleada del aseo, a la secretaria, a una profesora y a un profesor, lo cual ya es de por sí aherrojamiento moral y humillación. El terror resultó espantoso para los postrados por mandato armado, porque lo primero que pensaron es que para algunos grupos violentos, la investigación y en general el trabajo intelectual, merece retaliaciones porque desnuda las justificaciones de la violencia y confronta la ideología de los hechos, que es la que iguala algunas actuaciones de los ejércitos oficiales, no oficiales - contraestatales y paraestatales- y las actuaciones de las bandas criminales, aunque justifiquen esa ideología de los hechos, es decir su moralidad, en valores éticos distintos: la salvación de la patria, la revolución social pura, la vida fácil, y porque además la crítica desnuda lo fácil que resulta la mezcla de estas moralidades.
Este es uno más de esos actos violentos contra la Universidad y su comunidad, que se están produciendo con una repetición aberrante en un ambiente de libertinaje político, social y ético, al cual hay que agregarle una gran dosis de apatía práctica y de mirada dócil de la gente de la Universidad.
A pesar de los temores de que el ultraje tuviera otras intenciones más propias de la violencia movida por fines políticos, que tampoco es menos grave, al fin de cuentas -y por lo que sucedió-, concluimos que hemos sido víctimas de un vil y miserable atraco, del terror de las armas y de las órdenes encapuchadas. Se trató de un atraco llevado a cabo por tres hombres adecuadamente armados y camuflados para el operativo que terminó en el robo de un computador portátil, aunque insistentemente preguntaron por un video beam de cuya existencia conocían con certeza.
Del vil insuceso también podemos sacar como conclusión que el uso de la capucha se ha diferido y que hoy fluctúa sin control aparente entre la política y el pillaje porque se está usando indiscriminadamente, sin que aquellos que la usan con fines de los cuales predican su politicidad, se desmarquen públicamente de los que tienen otros fines que no son políticos. Y si el atraco se defendiera como un efecto colateral de la violencia política que involucra a los inermes, deberían entender aquellos que defienden esos efectos como ineludibles y hasta como necesarios, que la hecatombe de la guerra es que cada vez más los combatientes no combaten entre ellos, porque los efectos colaterales son el objetivo estratégico de las guerras y se convierten en la guerra misma. Esa es la desgracia de los civiles: somos el objetivo de las guerras. Lo paradójico es que puede darse, entre los efectos colaterales, otro que rebota contra los violentos y que consiste en que buscando un objetivo resulta otro contrario, como es el caso de lo que ocurre con una gran mayoría del pueblo colombiano, a quien el uso indiscriminado de la violencia política terminó derechizándola. A la Universidad le puede pasar lo mismo, lo cual se convertiría en un atraso en contraste con su fuerte tradición de crítica y liberalidad.
Pero además, el robo de un utensilio no es una pérdida material sino ética y política, porque no sólo es una afrenta, sino también una vergüenza que, por supuesto, no sienten los victimarios arropados por una ética especial que los protege de la culpa de violar la principal misión social de la Universidad que consiste en que en ella estudien aquellas personas que sólo por razones económicas no podrían acceder a una educación superior de altísima calidad. Porque, al fin de las cuentas, robarle a la Universidad cualquier útil académico, sea un libro o un computador, es como robarse a sí mismo.
Por supuesto, a nosotros nos da miedo como a cualquiera; pero a pesar del terror infundido y de los daños morales consecuentes, aquí estaremos y aquí nos quedaremos haciendo lo mismo: investigando los graves problemas de la sociedad colombiana y especialmente aquellos que aquejan a los más débiles.
Medellín, 5 de abril de 2010
Este es uno más de esos actos violentos contra la Universidad y su comunidad, que se están produciendo con una repetición aberrante en un ambiente de libertinaje político, social y ético, al cual hay que agregarle una gran dosis de apatía práctica y de mirada dócil de la gente de la Universidad.
A pesar de los temores de que el ultraje tuviera otras intenciones más propias de la violencia movida por fines políticos, que tampoco es menos grave, al fin de cuentas -y por lo que sucedió-, concluimos que hemos sido víctimas de un vil y miserable atraco, del terror de las armas y de las órdenes encapuchadas. Se trató de un atraco llevado a cabo por tres hombres adecuadamente armados y camuflados para el operativo que terminó en el robo de un computador portátil, aunque insistentemente preguntaron por un video beam de cuya existencia conocían con certeza.
Del vil insuceso también podemos sacar como conclusión que el uso de la capucha se ha diferido y que hoy fluctúa sin control aparente entre la política y el pillaje porque se está usando indiscriminadamente, sin que aquellos que la usan con fines de los cuales predican su politicidad, se desmarquen públicamente de los que tienen otros fines que no son políticos. Y si el atraco se defendiera como un efecto colateral de la violencia política que involucra a los inermes, deberían entender aquellos que defienden esos efectos como ineludibles y hasta como necesarios, que la hecatombe de la guerra es que cada vez más los combatientes no combaten entre ellos, porque los efectos colaterales son el objetivo estratégico de las guerras y se convierten en la guerra misma. Esa es la desgracia de los civiles: somos el objetivo de las guerras. Lo paradójico es que puede darse, entre los efectos colaterales, otro que rebota contra los violentos y que consiste en que buscando un objetivo resulta otro contrario, como es el caso de lo que ocurre con una gran mayoría del pueblo colombiano, a quien el uso indiscriminado de la violencia política terminó derechizándola. A la Universidad le puede pasar lo mismo, lo cual se convertiría en un atraso en contraste con su fuerte tradición de crítica y liberalidad.
Pero además, el robo de un utensilio no es una pérdida material sino ética y política, porque no sólo es una afrenta, sino también una vergüenza que, por supuesto, no sienten los victimarios arropados por una ética especial que los protege de la culpa de violar la principal misión social de la Universidad que consiste en que en ella estudien aquellas personas que sólo por razones económicas no podrían acceder a una educación superior de altísima calidad. Porque, al fin de las cuentas, robarle a la Universidad cualquier útil académico, sea un libro o un computador, es como robarse a sí mismo.
Por supuesto, a nosotros nos da miedo como a cualquiera; pero a pesar del terror infundido y de los daños morales consecuentes, aquí estaremos y aquí nos quedaremos haciendo lo mismo: investigando los graves problemas de la sociedad colombiana y especialmente aquellos que aquejan a los más débiles.
Medellín, 5 de abril de 2010
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