Hacer efectivo el derecho a la alimentación responde a voluntades políticas, no a imaginadas fatalidades de supuestos pueblos condenados a morir de hambre.
Los mercados no solucionan el hambre que padecen 1.100 millones de personas, a pesar de que la producción agrícola ha crecido más rápido que la población mundial desde 1960. Así lo afirma Olivier de Schutter, relator de Naciones Unidas para el derecho a la alimentación. La pérdida de soberanía de los Estados, controlados y dirigidos por esos “mercados”, explica que millones de personas mueran por no poder comer y que no exista una necesaria soberanía alimentaria de los pueblos.
“Muchos gobiernos siguen pensando que la prioridad es aumentar la producción con grandes plantaciones que producen los mercados internacionales”, comentaba de Schutter a Andrés Pérez, de Diario Público. Como relator de un derecho que está en la base de casi todos los demás, intenta cambiar el enfoque alimentario mundial.
Como la agricultura local que busca potenciar “no sería competitiva en los mercados”, no interesa a quienes los controlan: transportistas, intermediarios y grandes superficies que, con el control de la oferta y de los precios, manipulan la demanda. Queda así distorsionado el libre comercio del que alardean los creyentes del neoliberalismo, una doctrina comparable a una religión porque sus postulados no se cuestionan, como sostiene Susan George.
La pasividad y el debilitamiento de los Estados, encargados de promover, cumplir y hacer respetar los derechos humanos, plantea grandes obstáculos a la alimentación como derecho y la soberanía alimentaria de los pueblos.
Este debilitamiento obedece a las directrices que imponen los organismos financieros internacionales, controlados por los grandes capitales y por grupo de países, que subvencionan a sus agricultores y sus exportaciones. También presionan a los gobiernos de otros países para que promuevan leyes favorables a las inversiones extranjeras en grandes extensiones de tierra. Combinado con la imposición de reducciones del déficit para no “espantar a los mercados” por medio de recortes sociales, estas recetas dejan expuestas a las instituciones públicas. Resultado: el empequeñecimiento del Estado para que “no se interponga” en el camino del “libre mercado”, a costa de renunciar a la defensa del bien común. Es decir, la política.
Los gobiernos ceden por miedo a que el capital huya en bandadas y a que quiebren. Esta desregulación desemboca en un creciente poder de los grandes proveedores, que imponen las condiciones del mercado. Los pequeños proveedores y productores se alejan cada vez más del consumidor y encuentran cada vez menos posibles compradores. Un fenómeno conocido como Walmartización en países como México.
Se ha llegado a argumentar que el consumidor se beneficia de estos modelos de superproducción, pues los precios finales bajan como resultado del abaratamiento de los costes de producción. Entre esos costes están la quiebra de medianas y pequeñas empresas, la ruina de millones de campesinos, forzados a emigrar, así como la reducción del sueldo real y del poder adquisitivo de las personas. El lema “precios bajos, siempre” o “ahorre dinero, viva mejor” lo pueden asumir las clases privilegiadas. Pero algunas empresas minoristas han creado sus propios bancos para que la gente con menos recursos y sus empleados (sin tener reconocido el derecho a formar sindicatos) puedan pagar sus alimentos con tarjetas de crédito que no podrán terminar de pagar. No podrán ahorrar ni vivir mejor.
Los modelos de superproducción alimentaria a costa de los más débiles encuentran su base “filosófica” en la ley negativa que inspira el neoliberalismo. Como la función de la ley es “determinar lo que está prohibido”, la libertad se reduce a una simple ausencia de restricciones, no en un quehacer de responsabilidad y ética. Aquí no tienen cabida el bien común, el interés general y la justicia social. De ahí que algunos sostengan que si uno puede comer, los demás también, pues nada lo prohíbe. La otra cara de la moneda está en la libertad de morirse de hambre. Para poder comer, se necesita poder adquisitivo y, sobre todo, alimentos.
El derecho a una alimentación adecuada que reconoce Naciones Unidas en varios instrumentos no obedece a ningún capricho. Forma parte de un sistema de derechos para evitar conflictos sociales como los que provocaron el flagelo de grandes guerras el siglo pasado. Los Estados se comprometieron a salvaguardar esos derechos y aún están a tiempo de asumir esa responsabilidad.
Carlos Miguélez Monroy
Centro de Colaboraciones Solidarias, España
Los mercados no solucionan el hambre que padecen 1.100 millones de personas, a pesar de que la producción agrícola ha crecido más rápido que la población mundial desde 1960. Así lo afirma Olivier de Schutter, relator de Naciones Unidas para el derecho a la alimentación. La pérdida de soberanía de los Estados, controlados y dirigidos por esos “mercados”, explica que millones de personas mueran por no poder comer y que no exista una necesaria soberanía alimentaria de los pueblos.
“Muchos gobiernos siguen pensando que la prioridad es aumentar la producción con grandes plantaciones que producen los mercados internacionales”, comentaba de Schutter a Andrés Pérez, de Diario Público. Como relator de un derecho que está en la base de casi todos los demás, intenta cambiar el enfoque alimentario mundial.
Como la agricultura local que busca potenciar “no sería competitiva en los mercados”, no interesa a quienes los controlan: transportistas, intermediarios y grandes superficies que, con el control de la oferta y de los precios, manipulan la demanda. Queda así distorsionado el libre comercio del que alardean los creyentes del neoliberalismo, una doctrina comparable a una religión porque sus postulados no se cuestionan, como sostiene Susan George.
La pasividad y el debilitamiento de los Estados, encargados de promover, cumplir y hacer respetar los derechos humanos, plantea grandes obstáculos a la alimentación como derecho y la soberanía alimentaria de los pueblos.
Este debilitamiento obedece a las directrices que imponen los organismos financieros internacionales, controlados por los grandes capitales y por grupo de países, que subvencionan a sus agricultores y sus exportaciones. También presionan a los gobiernos de otros países para que promuevan leyes favorables a las inversiones extranjeras en grandes extensiones de tierra. Combinado con la imposición de reducciones del déficit para no “espantar a los mercados” por medio de recortes sociales, estas recetas dejan expuestas a las instituciones públicas. Resultado: el empequeñecimiento del Estado para que “no se interponga” en el camino del “libre mercado”, a costa de renunciar a la defensa del bien común. Es decir, la política.
Los gobiernos ceden por miedo a que el capital huya en bandadas y a que quiebren. Esta desregulación desemboca en un creciente poder de los grandes proveedores, que imponen las condiciones del mercado. Los pequeños proveedores y productores se alejan cada vez más del consumidor y encuentran cada vez menos posibles compradores. Un fenómeno conocido como Walmartización en países como México.
Se ha llegado a argumentar que el consumidor se beneficia de estos modelos de superproducción, pues los precios finales bajan como resultado del abaratamiento de los costes de producción. Entre esos costes están la quiebra de medianas y pequeñas empresas, la ruina de millones de campesinos, forzados a emigrar, así como la reducción del sueldo real y del poder adquisitivo de las personas. El lema “precios bajos, siempre” o “ahorre dinero, viva mejor” lo pueden asumir las clases privilegiadas. Pero algunas empresas minoristas han creado sus propios bancos para que la gente con menos recursos y sus empleados (sin tener reconocido el derecho a formar sindicatos) puedan pagar sus alimentos con tarjetas de crédito que no podrán terminar de pagar. No podrán ahorrar ni vivir mejor.
Los modelos de superproducción alimentaria a costa de los más débiles encuentran su base “filosófica” en la ley negativa que inspira el neoliberalismo. Como la función de la ley es “determinar lo que está prohibido”, la libertad se reduce a una simple ausencia de restricciones, no en un quehacer de responsabilidad y ética. Aquí no tienen cabida el bien común, el interés general y la justicia social. De ahí que algunos sostengan que si uno puede comer, los demás también, pues nada lo prohíbe. La otra cara de la moneda está en la libertad de morirse de hambre. Para poder comer, se necesita poder adquisitivo y, sobre todo, alimentos.
El derecho a una alimentación adecuada que reconoce Naciones Unidas en varios instrumentos no obedece a ningún capricho. Forma parte de un sistema de derechos para evitar conflictos sociales como los que provocaron el flagelo de grandes guerras el siglo pasado. Los Estados se comprometieron a salvaguardar esos derechos y aún están a tiempo de asumir esa responsabilidad.
Carlos Miguélez Monroy
Centro de Colaboraciones Solidarias, España
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